15.1.09

Cuando era chica le rezaba todas las noches: "Ángel de le Guarda, dulce compañía: no me desampares ni de noche ni de día". Y estaba segura de que él me escuchaba, de que me acompañaba a la escuela, al cine de matinée los días feriados, a la vereda para jugar a la rayuela. ¿Qué pasó después? ¿En qué esquina lo dejé de plantón, esperándome? ¿Qué día y a qué hora dejé de nombrarlo, de llamarlo para pedirle ayuda, protección y consejo? ¿Por qué no me dio un sacudón para avisarme que igual seguía a mi lado? ¿O seguía a mi lado, o se había quedado alejado, distraído, o enojado o indiferente o entretenido en otras cosas? Cuando los ángeles desaparecen... ¿lo hacen porque nos estamos portando mal, porque ya no nos quieren, porque se han cansado?. Un buen día también dejé de hacerme preguntas. Fue el día en que inauguré la desesperanza. Si uno pregunta es una señal de vida, de interés. Pero cuando ya no pregunta, cuando no buscamos respuestas, cuando todo nos da lo mismo, cuando "nos resignamos" algo grave sucede: no estamos amando. A lo largo de la vida pasan cosas: algunas bellas, algunas dolorosas. Y tenemos tanta tendencia al bajón y a la queja que ponemos a un lado las alegrías para regodearnos en el dolor. Es que nos miran con más detenimiento, con mayor interés, cuando las ojeras de la tragedia pintan de violeta nuestras ojeras, que cuando las lucecitas de la dicha levantan las comisuras de la boca con una sonrisa ...